(Foto: Glen Scott / Flickr) |
A diferencia de lo que ocurre con otros materiales, la corteza de alcornoque tiene el “poder” de contener el vino al mismo tiempo que le brinda la mínima oxigenación que necesita para madurar y para que no se abombe. De no tener ninguna fuente de oxigeno, el dióxido de azufre que tiene el vino se desintegra y produce un mal olor.
“Por dentro, el corcho parece un panal de abejas lleno de gas, el 89,7% es gas, lo que lo hace ligero y flotante”. Es este gas el que se libera en mínimas cantidades, aireando así al vino. Y, como no proviene del exterior, no contiene aromas externos que puedan afectar el de la bebida.
Además, una vez que se ha cerrado una botella con un corcho -el que por su estructura es capaz de comprimirse-, el líquido no lo corroe ni es capaz de empujarlo.
De acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, pedazos de corcho pueden permanecer sumergidos en líquido durante siglos sin malograrse.
LA HISTORIA
Si bien este material se ha estado utilizando desde hace siglos, recién en el siglo XVIII se empezó a utilizar en la industria de los vinos y espumantes. Fue Dom Pérignon quien, buscando una manera de que el gas de su champán no hiciera que las botellas se “abrieran solas”, encontró al corcho a su mejor aliado. Y así el uso de estos tapones se hizo universal.